"Acero rojo de sangre baila
sembrando muerte
En el fragor de la batalla,
como venido del más allá,
el silbido de las espadas
Canción de muerte,
pero también de vida...
Para aquel que sepa merecerla."
Cantar de la Espada (Anónimo)
El invierno es una sombra cruel que se cierne sobre las tierras celtíberas.
La nieve lo cubre todo con su manto mortecino, mientras la ventisca azota las desnudas colinas. Y en mitad de esa inmensidad blanca, una mancha rompe la inmaculada desolación marfileña: un hombre solo, caminando pesadamente, casi arrastrándose por este desierto helado, agazapado tras una piel de carnero que apenas logra ocultar la titánica potencia de sus músculos. Una larga cabellera negra agitada por el viento azota su rostro de rasgos angulosos y duros, como esculpidos en piedra viva por el cincel de toda una vida de conflictos y violencia, a juzgar por las pequeñas cicatrices que surcan sus mejillas y sus mal cubiertos brazos.
Enmarcados en ese rostro pétreo, dos zafiros refulgen con un fuego salvaje que acobardaría al mismo Erebo, y que solo puede provenir de un verdadero hijo de estas crueles e ingratas tierras, aunque la cota de malla que porta bajo la piel de carnero es propia de los invasores que habían asediado los poblados más orientales durante las últimas lunas, matando a los guerreros y llevándose a mujeres y niños como esclavos.
Un súbito aguijonazo de dolor lo saca de sus lúgubres pensamientos, como si algo le hubiese mordido en las entrañas. Se lleva la mano al costado, por debajo de las pieles y, al apoyarla, siente una nueva punzada que le hace erguirse de dolor. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, contiene su aullido, lo que provoca que se le congestione la cara y que el fuego en su mirada arda aún con más ira si cabe.
Mordiéndose los labios gruñe para sí mismo "¡Maldita cota de mallas! ¡Malditos sean los soldados y sus piojosas armaduras inútiles!". Y al retirar la mano ve como la sangre resbala hacia su antebrazo, hasta gotear por su codo. Pese al dolor, el calor de su propia sangre le resulta reconfortante.
El agotamiento está comenzando a hacer mella en su potente fisionomía. Cada vez le cuesta más no ya caminar, sino sencillamente mantenerse consciente y en pie. Si no encuentra pronto un lugar donde guarecerse del intenso frío y detener la hemorragia, pronto será comida para lobos y cuervos.
De pronto se vuelve al captar algo por encima del ulular del viento, un ruido que le resulta familiar: perros. Tras él, tan solo a unos codos, tres soldados acompañados por dos mastines de babeantes y poderosas mandíbulas le siguen. Pensó que los había despistado, pero ahí están, ataviados con los ropajes propios de una de las legiones del Imperio, con sus corazas viejas y oxidadas. Mercenarios olvidados en este confín del mundo.
El Imperio vive en una guerra constante, expandiéndose o repeliendo intentos de agresión de otros reinos o revueltas intestinas. Y así, en esa vorágine de conflictos incesante, acaba por olvidarse de sus asentamientos más alejados de la metrópoli, de sus soldados, que acaban por volverse aún más bárbaros y crueles que aquellos a quienes sojuzgan, llevándolos a cometer las más horribles atrocidades.
"Los Dioses son buenos", medita para sus adentros el salvaje.
Continuar huyendo no tiene sentido en su estado. Más pronto que tarde acabarán por darle caza y cuanto mas demore ese momento, en peores condiciones estará a causa del frío y la pérdida de sangre. Ha visto muchas veces lo que los mastines de presa pueden hacerle a un hombre que se deja llevar por el miedo y trata de huir... No, él no huirá más. "Ya he corrido bastante", piensa mientras se gira por completo hacia sus perseguidores mostrando en su diestra una afilada hoja metálica. Si ha de morir lo hará luchando y no cazado como una pobre y estúpida bestia herida.
Al ver su gesto, los soldados sonríen con malicia y sueltan a los perros, que se lanzan gruñendo y ladrando, ávidos de carne y sangre bárbaras. El fugitivo repele al primero de ellos, ensartándolo con su espada, pero antes de poder extraerla es atacado por el segundo animal. Impedido de usar su arma, con un rápido movimiento lo agarra por el pescuezo, apretándolo con fuerza tal que hace gimotear al can como si se tratase de un vulgar cachorrillo. Luego golpea con feroz brutalidad la cabeza del mastín contra el suelo nevado. Una y otra vez repite el mismo movimiento, hasta que el animal deja de moverse. Suelta entonces su mortal tenaza, dejando caer a la bestia sin vida, que se precipita sobre la nieve sanguinolenta, como un fardo. Muerto.
Estupefactos ante la escena que acaban de presenciar, los soldados se sacuden la incredulidad y se lanzan al ataque, blandiendo sus espadas en el aire. El guerrero bárbaro se desembaraza con presteza del cuerpo sin vida del primer perro, que había quedado ensartado en su mortal herramienta, y se prepara para repeler la acometida: el primero le lanza una estocada a la cabeza, pero este día la fortuna no está de su parte, pues el celtíbero logra detener el golpe, propinándole a continuación un tremendo tajo en el estómago con un golpe de su falcata, haciendo brotar gran cantidad de sangre y vísceras por la profunda hendidura. El soldado cae de rodillas con los ojos en blanco y saliendosele de las órbitas. El desgraciado no verá la próxima primavera. No verá ninguna más. Uno de los dos restantes busca con su gladius el vientre del bravo montaraz y este apenas tiene tiempo de esquivar el ataque, que logra estropear la cota de malla, raspando su piel con dolorosas consecuencias.
El salvaje fugitivo, enrabietado, clava con furia su falcata en la cabeza del atacante, destrozándola, partiéndola literalmente en dos como si fuera un melón maduro, que se abre dejando escapar sangre y sesos, junto con restos de hueso del destrozado cráneo.
Un intenso aguijonazo le arde en la espalda. Es el tercer legionario, que ha descargado un potente mandoble en su retaguardia. De no haber sido tan corpulento o de no haber llevado la loriga de anillas, le habría partido en dos.
Ya al límite de sus fuerzas, el bárbaro no puede aguantar más el tremendo castigo físico y cae sobre su rodilla derecha, la cabeza agachada y los brazos apoyados en la falcata.
Tras él, el último soldado pronuncia un juramento en su lengua y se dispone a asestar el golpe de gracia sobre el postrado guerrero. Pero este reacciona por sorpresa, girando como un relámpago para clavar la punta de su arma en las entrañas del sorprendido agresor. No sin dificultades, el celtíbero se pone en pie, mientras el soldado, fuera de sí, deja caer su propia espada.
Estando ya ambos en pie, frente a frente, el montaraz coge su falcata con ambas manos y de un fuerte tirón la hace salir del cuerpo del malogrado legionario. Este, con su rostro descompuesto en una mueca mezcla de horror e incredulidad, se lleva las manos al vientre, para separarlas al instante, chorreantes de sangre espesa y oscura. Después hace un gesto, colocándolas de manera que parece estar pidiendo limosna, mientras con la boca abierta de par en par trata de decir algo, aunque de su garganta solo sale un sonido similar a un siseo mezclado con un gorgoteo repugnante.
El salvaje lo mira a los ojos durante unos segundos y emitiendo un gutural rugido, hace silbar el metal. La cabeza del desdichado vuela por los aires, al tiempo que la sangre mana a borbotones del seccionado gaznate, salpicando al bárbaro de oscura melena como en un bautismo macabro.
Ensangrentado, extenuado y aterido, el guerrero, sin saber muy bien porqué, dirige sus acerados ojos hacia la cercana arboleda. Su visión se nubla, ha dejado de escuchar la ventisca y el tiempo parece detenerse.
En la oscuridad de la espesura, no muy lejos, cree ver como aparecen, lentamente, de dos en dos, unas extrañas esferas fantasmagóricas, dotadas de un fulgor cuasi iridiscente. Tras unos instantes, las sospechas del celtíbero se convierten en realidad: lobos.
Poco a poco sus siluetas van cobrando forma mientras abandonan el cobijo de la vegetación y se acercan con cautela, hasta rodear al cansado montaraz, primero más interesados en mordisquear los restos de la matanza, los legionarios caídos y sus perros, pero luego gruñendo y mostrándole sus terribles fauces a modo de amenaza.
Ya al final de sus fuerzas, el indómito salvaje se prepara para enfrentarse a la manada cuando, de repente, le sobreviene una ola incontenible de debilidad que le hace soltar la falcata y caerse de bruces sobre la nieve. Y así, tumbado boca abajo esperando a ser devorado por los lobos, el bárbaro tiene una postrera visión antes de que la oscuridad se apodere de sus ojos: una figura femenina, de tez tan blanca como la luna llena y el cabello negro y brillante como el plumaje de un cuervo, cubierta de pieles de lobo y huesos de pequeños animales.
Y unos ojos embrujadores, hipnóticos, que lo llevaron de la mano a la placidez de un sueño que tal vez habría de ser el de la mismísima muerte.
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La verdad es algo muy bonito.